jueves, 25 de noviembre de 2010

El Taller de la Creación

Entonces lo recordé todo. Recordé donde estaba, recordé quien era y recordé que había ocurrido. 

En ese orden. 

Mis manos estaban cubiertas de sangre.  Mi ropa, desgarrada, cubría un cuerpo tembloroso que no reconocía como mío.  Estaba en una sala prácticamente a oscuras, llena de máquinas cuyo uso y nombre conocía a la perfección. La única luz provenía de una titilante bombilla que colgaba de unos pelados cables en el techo. Parecía un almacén abandonado, pero no lo era. Era el laboratorio del Doctor Jacob, o, como el bien lo llamaba, su “Taller de la Creación”. Mi memoria reconocía cada uno de los rincones de esa estancia.  

Sin embargo, ahora mismo esa habitación no se parecía en absoluto a la que yo conocía desde hacía años y a la que había considerado mi segundo hogar. Estaba completamente destrozada. Las maquinas, despedazadas, se esparcían sin control por el suelo, cubierto a su vez por multitud de libros y papeles turbiamente entremezclados. Cristales de probetas y tubos de ensaño hechos añicos brillaban débilmente en la oscuridad.

Aun confuso, me dispuse a dirigirme hacia la puerta, pero noté que mis piernas no respondían a ninguna de las repetidas órdenes que les trataba de enviar mi embotado cerebro.  Mire hacia la parte inferior de mi cuerpo y tuve que ahogar con mis propias manos un grito de espanto al ver aquella imagen. Mis piernas, desde la altura de las rodillas, desaparecían bajo el cuerpo de un derrumbado armario de “especímenes raros”. Aquel que tantas veces había observado desde mi mesa de trabajo. 

Tratando de mantener la calma, cerré los ojos unos instantes, y respiré hondo. Mis piernas debían estar rotas, ambas. No completamente destrozadas, razoné, ya que el peso del armario, y la forma en la que estaba fortuitamente colocado sobre mí, me hacían intuir que no estaba apoyado del todo sobre ellas.
Eso me tranquilizó. Un poco.
Abrí los ojos, e instintivamente observé mis manos. La sangre que las bañaba no era mía. El Doctor Jacob me habría dicho, divertido “Jonah, si no encuentras la respuesta tras pensarlo mucho, piensa en cambiar la pregunta…”. No tenía que preguntarme de quien era esa sangre, sino porqué cubría mis manos. Sin darme cuenta sonreí.  Ambas preguntas se respondían solas.
Aún con la sonrisa en la boca, miré hacia la mesa de mi mentor, y allí estaba. La respuesta. La única respuesta. El Doctor Jacob me miraba fijamente, sin pestañear. Su mirada podría haberme traspasado como un cuchillo afilado. Sin embargo, no lo hizo.

Porque ya no podía hacerlo.  

Su cuerpo, de nuevo con apariencia humana, descansaba inerte sobre la desvencijada pila de libros ensangrentados que cubría casi por completo su mesa.  Sólo su mirada me decía que no volvería a levantarse. Que aquel ser que el mismo había creado había regresado al lugar de donde provenía. La propia e inevitable muerte. Aunque el Doctor Jacob, no lo pensase así.

Entonces la vi. Estaba esperando verla. Tras el cuerpo inerte del doctor estaba ella. Una inconfundible figura femenina que reconocería en cualquier lugar, en cualquier momento, en cualquier vida.  

Se alejó lentamente del cadáver del Doctor y se acercó a mí, salvando con elegancia los obstáculos que le presentaba la destrozada sala. Se arrodilló a mi lado, y mirándome con ternura, acercó sus labios a los míos y me besó. 

Fue un beso lento, suave y lleno de tristeza. Cuando se apartó, tenía los ojos vidriosos. ¿Serían lágrimas? No, no era posible. No en ella. Ella no podía llorar. Me lo había dicho una vez, hacía ya tiempo. Suspiró lentamente, sin dejar de mirarme y poniendo un dedo sobre sus labios, me indicó que guardara silencio. Entones oí su voz.

-No me busques, amor. –Habló con un tono sombrío –no vas a encontrarme esta vez. He cumplido mi misión aquí. Debo regresar.

Intenté protestar, pero ella me silenció con una mirada.

-Mi tiempo aquí ha acabado. Ambos sabíamos que este momento llegaría, amor. Yo no pertenezco a este lugar, al igual que el Doctor o sus criaturas. Nadie que no haya nacido de mujer debe permanecer aquí. 

Tras estas palabras, el silencio se apoderó de la estancia. Aún inclinada sobre mí, volvió a hablar, pero esta vez, no entendí sus palabras. Parecía que entonaba una oración en un idioma extraño e incomprensible. Poco a poco, la oscuridad se fue haciendo mayor a mi alrededor, hasta que me fundí con ella. 

Lo último que pude distinguir fue la inconfundible figura de la única mujer que reconocería en cualquier lugar, en cualquier momento, en cualquier vida. Y unas alas negras desplegándose grandiosas en su espalda.





lunes, 22 de noviembre de 2010

La llamada

-Lala, déjame en paz… ¡estoy cansada de tus sermones! –dijo Elva, alzando la voz, enfadada.
-Por lo que más quieras, entra en casa. ¡Está lloviendo a cantaros, idiota!-contestó su hermana Lathala, exasperada.

La situación era ridícula, pensaba Lathala.  Elva, su hermana pequeña, estaba frente a ella, a una distancia mas que prudencial, retándola desde la calle. Llovía mucho, y el viento hacía casi imposible abrir los paraguas. Pero a Elva eso no parecía importarle. De pié, enfurecida y con los puños apretados, no paraba de gritar. Estaba completamente empapada. Su vestido verde se pegaba a su cuerpo con pesadez, y su pelo largo serpenteaba salvaje por su rostro.

Lathala, desde el interior de la casa, trató de calmarse, respiró profundo y volvió a intentarlo, como lo hacía desde que eran niñas:

-Esto no tiene sentido Elva, no vas a conseguir nada. No va a volver. Lo sabes de sobra. Siempre hace lo mismo. Promesas, promesas y más promesas. Elva… por favor… vuelve dentro… -dijo Lathala, con un tono lleno de pesar. –Por favor, sabes que no vendrá. ¿Cuántas veces ha hecho lo mismo? Deja de esperarle… es mejor olvidarse de el… -continuó Lathala.

Elva se había mantenido callada mientras su hermana hablaba, pero sus mandíbulas estaban aun más apretadas, y Lathala pudo intuir que las lágrimas se mezclaban furiosas con la lluvia que corría por su rostro.

Llevaban así más de diez minutos, tiempo fue suficiente para que los vecinos asomaran curiosos por las ventanas, preguntándose qué era lo que esta vez perturbaba su tranquila vida.
De nuevo las hermanas Ozomi. De nuevo esas dos malcriadas”-solían comentar cuando ocurrían estas situaciones. Y, pensaba Lathala, ocurrían muy a menudo.

En ese momento un rítmico sonido irrumpió en el interior de la casa. Al reconocerlo, Elva miró con estupor a su hermana y comenzó una carrera loca hasta llegar a la casa. Empujó a su hermana para poder entrar por la puerta y se dirigió hacia el origen del sonido.

Lathala cerró los ojos. Suspiró con tristeza. –Lo había vuelto a hacer, de nuevo, un cumpleaños más sin él, pensaba Lathala. Una simple llamada y una escusa tonta, y un corazón roto de nuevo.

Cerró la puerta tras de si, y se dispuso a esperar a que su hermana terminara de hablar por teléfono. Pero no tuvo tiempo de hacerlo. El timbre de la puerta la sobresaltó.  Acababa de cerrar la puerta y no había visto a nadie.  Con el corazón aun agitado por el susto, se acercó a la mirilla y al comprobar la identidad de su inesperado visitante, retrocedió confusa.

Durante unos segundos permaneció paralizada frente a la puerta, hasta que el sonido del timbre la sacó de su ensimismamiento.

Abrió la puerta y allí estaba él.  Su padre en verdad había venido al cumpleaños de Elva.
Era la primera vez en 8 años, desde que sus padres se separaron.  Se veían durante las vacaciones, cuando Lathala y Elva viajaban a la fría Rusia, donde residía su padre y pasaban allí un mes visitando año tras año los mismos monumentos, acompañadas de los asistentes personales de su ocupado padre.

Aquello realmente sorprendió a Lathala. Nunca había acudido a ningún cumpleaños, a ninguna fiesta. Jamás. Ni si quiera cuando sus padres estaban juntos. El trabajo. Siempre se escudaba en su trabajo.

En realidad no sabía qué hacer o que decir en ese momento.  Se sentía completamente desorientada. Con la mano aun en el pomo de la puerta, se sorprendió pensando en lo cambiado que estaba su padre. Su aspecto físico siempre había sido arrollador, alto, fuerte y atractivo, con un gesto de prepotencia en su rostro que le diferenciaba de los demás. Pero la persona que tenía delante estaba mucho más delgada, con un tono pálido en la piel y los ojos hundidos. Sin embargo, había algo en su mirada que transmitía poder, un poder que Lathala no llegaba a comprender. 

-¿No vas a dejarme entrar, Lathala?- habló por primera vez su padre. ¿Me permitirás entrar en casa?. Su tono de voz era severo, pero iba acompañado de una ligera sonrisa que hizo estremecer a Lala.
-Ssssi… eh… pasa papá… yo, nosotras… no esperábamos tu vis… -comenzó a decir Lathala.
-Tranquila pequeña –la cortó el hombre, cruzando el umbral de la puerta - ya estoy en casa.

Ese fue el primer error que cometió Lathala. Darle permiso para entrar.

La presa del viento

-¿Y si no era él? ¿y si la carta no la escribió él?
No paraba de hacerse la misma pregunta una y otra vez. Nelle estaba sentada en un banco del parque Earthwood, cercano a su casa. Inclinada hacia delante, sostenía temblorosa entre sus manos una hoja de papel arrugada. Su rostro denotaba ansiedad y preocupación, y sus ojos, lacrimosos, no podían enfocar con claridad las palabras que la carta le revelaba.

El viento soplaba con fuerza, agitando feroz las ramas de los arboles a su alrededor. Una ráfaga fortuita giró violentamente a su alrededor, arrebatándole a Nelle la carta de sus manos y llevándosela consigo.

Nelle se levanto veloz del banco, corriendo en pos de la carta aun presa del viento. De repente éste cesó, soltando su botín en medio del camino. Aliviada, Nelle se agacho rápidamente y cogió la carta, temerosa de volver a perderla. Sin levantarse, la estrechó contra su pecho, sollozando en silencio.

Una sombra se cernió sobre ella. Al levantar la vista, él estaba ahí. Parado delante de ella, como una estatua, contemplándola desde lo alto. La ansiedad invadió a Nelle como lo había hecho cada vez que se había encontrado con el.  Pero sus ojos no se desviaron. Se miraron fijamente durante lo que a Nelle le pareció una eternidad, hasta que el se movió.

Le tendió una mano, que ella tardó varios segundos en aceptar. Sin mediar palabra, la ayudó a levantarse, y cuando sus ojos estuvieron a la misma altura, la abrazó con fuerza. Con una pasión que Nelle no pudo comprender en ese instante, pero pronto podría entender.

¿Querría hacerlo? ¿En verdad querría entender?

viernes, 12 de noviembre de 2010

Azul

Afuera, el viento soplaba fuerte. Las ramas de los árboles golpeaban con furia la ventana de mi habitación. Tumbado en mi cama, intentaba concentrarme en leer el último libro que nos habían recomendado en clase. Sin embargo, el color de su tapa me estaba haciendo estremecer. Su tacto era agradable. Pero su color… cada vez que desviaba la vista de la página que estaba leyendo, me encontraba de golpe con el color de la tapa… azul. 

Después de varios intentos de centrar mi vista e intención en las palabras que debían dar vida a una historia apasionante, decidí abandonar.  Me quité las gafas y las coloqué en la mesilla, junto a la foto de Mia. Y de nuevo me encontré con el maldito color… el azul de sus ojos parecía gritarme desde el otro confín del mundo.

Me asusté cuando escuché el sonido de mi móvil. Debían ser las dos y media de la madrugada ¿Quién me llamaría a estas horas? Me levanté de la cama y me acerqué al escritorio donde había dejado el móvil. Al acercar la mano para cogerlo, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, y me detuve en seco. Sin saber por qué comencé a sudar y un sentimiento de profundo terror comenzó a embargarme. Estaba totalmente paralizado junto al escritorio. 

El móvil siguió sonando un par de segundos más. Después paró. Me tomó un tiempo poder tranquilizarme y con una mano aun temblorosa recogí el móvil del escritorio. Una llamada perdida parpadeaba en la pantalla al levantar la tapa. “Ver llamada perdida”, pulsé.
No sé cuánto tiempo contuve la respiración, ni en qué momento caí al suelo inconsciente. Ni si quiera recuerdo haberme golpeado con la esquina de la mesilla en la cabeza.  

Cuando desperté, estaba en el hospital. Mi hermana mayor, Liss, estaba recostada en una silla frente a mi cama, y al verme despertar, corrió hacia mí, me abrazó y comenzó a besarme.
-Liss. Liss. Por favor- me duele mucho la cabeza… ¿qué ha pasado? – dije con voz trémula. Ella se apartó con una sonrisa compasiva en los labios y me miró con ternura.

-Anoche te caíste en tu habitación y te golpeaste la cabeza con la mesilla- comenzó mi hermana- no se qué pasó, pero te han tenido que dar unos cuantos puntos en esa cabezota tuya… -su voz comenzó a bajar de intensidad, haciéndose casi inaudible -tienes que descansar más Thom, tienes que dormir… ya ha pasado mucho tiempo desde que Mia… -Liss paró de hablar, y me miró con temor.

En ese momento lo recordé. El libro que estaba leyendo, las tapas de color azul endiablado. La foto de Mia observándome desde la mesilla. El sonido del móvil. Una llamada perdida.
La expresión con la que miré a mi hermana debió ser aterradora, ya que ésta, asustada, se retiró un poco de la cama.
-Thom… ¿qué…?- comenzó
-Mi móvil, Liss. ¿Tienes mi móvil?
-Eh… si, le tengo- respondió confusa-espera, está en mi bolso. Volvió hacia la silla donde había pasado media noche y revolvió nerviosa en su bolso hasta que, con una expresión triunfante, lo cogió apresurada y me lo tendió. Comenzó a hacerme preguntas, pero yo dejé de escucharla, absorto en la pantalla del móvil.

Tenía mi móvil. Le tenía en mi mano. Levanté su tapa.

Me incorporé un poco en la cama y miré las últimas llamadas perdidas. Mi corazón latía con fuerza, rápido, muy rápido. Tanto que comenzaba a notar una presión en mi pecho.
Allí estaba. Exactamente a las dos y media de la mañana. Era ella, Mia. No lo había soñado. No era una pesadilla. Era real. Mia me había llamado a las dos y media de la mañana. De eso hacía apenas unas horas.

El sonido brusco de la puerta de la habitación al abrirse me sacó de mi ensimismamiento.  El doctor Jacob, al que conozco desde niño, entró apresurado con unos documentos de la mano. Su rostro, severo y marcado por las arrugas, mostraban su intención de contener el enfado.
-No paras de darme problemas Thomas. Sigues siendo un crio mimado. En dos horas te quiero ver fuera de aquí – comenzó tendiéndome los papeles del alta. No estaba gritando, pero su voz firme y segura no daba lugar a reproches. -¿sabes qué hora es? ¿Sabes qué día es hoy? No deberías estar aquí. Deberías estar junto a su familia en este momento. Date prisa, cámbiate de ropa y ve.

De nuevo un escalofrío recorrió mi cuerpo. De nuevo esa misma sensación de terror. Eso es. Sabía perfectamente que día era hoy, era el aniversario de la muerte de Mia. De la misma Mia que me había llamado esa madrugada, con un móvil que se hundió con ella en el mar mientras viajaba hacia su nueva vida.





miércoles, 10 de noviembre de 2010

Ella o yo

A menudo piensa que las cosas no pueden ir peor. Sumergida en una espiral de autocompasión, vive víctima de sus propias trampas. No hay oportunidades para mí, suele decir. Vive pensando en el pasado, aferrada a aquellos momentos de felicidad que el presente no le concede. Siempre triste, siempre melancólica, siempre alerta.  

No es consciente de su propia vida, alquilando vidas ajenas por temporadas. Envidiosa, cautelosa, temerosa. Llora y se queja de sus circunstancias, se lamenta de lo que el futuro no le depara.

Cada vez que me encuentro con ella, no puedo evitar maldecir en silencio. Realmente me molesta, me causa dolor y pesar. Pero cada vez la veo menos, apenas sale de su hogar, ese espacio diminuto que aun se va haciendo más pequeño en un lugar recóndito de mi propia mente.

La llama

La luz de la única vela que quedaba iluminaba su cara. Estaba asustada, realmente asustada. Miraba con inquietud como la pequeña llama luchaba por iluminar la estancia. Parecía que si cometía la imprudencia de dejar de mirarla, ésta dejaría de luchar y se apagaría. 

Yo sin embargo, estaba pendiente de ella.  Estábamos muy juntos, sentados en el suelo, de frente a la maldita puerta de la habitación. No podía dejar de mirarla. Sentía como su menudo cuerpo temblaba junto al mío.  En un alarde de valor, pasé mi brazo por encima de sus hombros; deseaba con toda mi alma que dejara de tener tanto miedo. No se inmutó. Sus ojos seguían hipnóticos la danzarina llama. 

Crujido. Otro crujido. Pisadas desde el exterior. El pomo de la puerta comenzó a girar. Shura desvió rápida su mirada hacia la puerta, y en ese momento, la vela, se apagó.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Pasado borroso

De repente te encuentras esposado en la parte trasera de un coche de policía. Sentado junto a ti, se encuentra un hombre de rostro severo, que según calculas deberá rondar los sesenta y pico años. El hombre no te ha mirado ni una sola vez desde que montó en el coche, sin embargo no ha parado de hablar desde que lo hizo.

Frases sin sentido para ti, entremezcladas en una conversación tan histriónica que piensas que estás aun en una de tus pesadillas nocturnas.

El hombre termina su monólogo y vuelve lentamente su mirada hacia ti.
-No has entendido ni una sola palabra de lo que te he dicho – comenta, divertido. Dicen que tras el accidente perdiste la memoria totalmente. Es irónico.  La última vez que nos encontramos te dije que te acordarías de mí.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Mas tarde

Cuando me despierto ella ya se ha marchado. Ha recogido sus cosas y ha dejado el silencio en su lugar. Una nota y un “lo siento” me esperan en su lado de la cama. Me levanto y decido pensar en ello más tarde. Desayuno restos de la cena de anoche.  La casa está vacía y silenciosa.  Pero ya pensaré en ello más tarde. 

Me ducho y me visto. Llego tarde a trabajar. El día pasa lento entre informes de ventas y reuniones con producción.  

Regreso a casa.  Sigue vacía y silenciosa. Quizá sea hora de pararme a pensar en ello. Llaman a la puerta. Cuando abro, ella se abalanza sobre mí y me besa. Decido que lo pensaré más tarde.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Visiones

En ocasiones no sabe que está perdida. Piensa que se encuentra en lugares remotos, donde la luz y la oscuridad se entremezclan sigilosamente. Confundida, pero segura de saber cuál es su lugar en ese mundo, da pasos firmes al caminar, sin vacilar.  A veces se encuentra con seres extraños, que intentan poner en sus ojos visiones de mundos distintos. Pero ella los observa desde lejos, con cautela. 

En ocasiones no sabe que pierde el control, y que los seres extraños que la rodean no desean las visiones que ella intenta poner en sus ojos. A veces, estos seres la observan desde lejos, con cautela...

martes, 2 de noviembre de 2010

Destino

Después de esto ¿Qué haré?  Acabo de desperdiciar tres años de mi vida. Acabo de perder la última oportunidad. El último tren.  Tenía que haberme esforzado más. Tenía que haber pensado más en el futuro.  Y todo ha terminado para mí. Tendré que regresar a casa. Sin nada. Con las manos vacías...

Tanya bajó los escalones que la separaban de la calle y comenzó a caminar. Sin rumbo. Sin dirección. Sin fe.  Con la cabeza baja y los ojos llorosos vagó sin rumbo durante horas. Hasta que sin darse cuenta llegó a su destino.

Y su destino la estaba esperando, sentado frente a su apartamento, con una mirada comprensiva y un gran ramo de rosas rojas.

lunes, 1 de noviembre de 2010

El regalo

En cuanto abrió la puerta salí corriendo. No podía parar de correr. Que sensación tan agradable. El viento me acariciaba y mil olores llegaban desde diferentes direcciones a mi ya desentrenada nariz.  Estaba en el campo. Las flores me rodeaban sospechosas. Se movían grácilmente agitadas por la brisa de la tarde. Ese movimiento era hipnotizador. No podía parar de mirarlas, sobre todo a una de ellas. Grande, hermosa y bailarina.  Parecía retarme. 

Me preparé. La miré fijamente aceptando su desafío… y me lancé sobre ella feroz.  
Luchamos durante un rato, era fuerte, pero vencí. 

Cuando volví a casa, mi amo se sorprendió del regalo que le llevaba.
 ¿Y que esperaba? ¡Solo soy un pequeño cachorro de gato!