miércoles, 29 de diciembre de 2010

Oscuridad

Sé donde te encuentras. Te he visto. No puedes ocultarte de mí. El sitio es oscuro, muy oscuro. Lo sé. No hay más que tinieblas a tu alrededor. Ni un ápice de luz.  

Soledad. Miedo. Ira. Ansiedad.  Dolor. Frustración. Cansancio, Inseguridad. Humillación. Impotencia. Indiferencia. Rabia. Culpa. Desesperación. Vergüenza. Odio.

Oscurecen tu visión. Te ciegan. Se transforman en ti. Te pierdes y caes aun más. Levantas la vista y no ves nada. De nuevo las tinieblas.  De nuevo la oscuridad.

Yo te veo. Te estoy viendo en este momento. Porque en medio de las sombras, emites una potente luz.

¿Cómo puedes estar en la oscuridad cuando emites un resplandor tan brillante?
No puedo comprenderlo, pero te veo. No puedo quitar mi vista de ti. Intento llamarte. No te dejan escucharme. No te dejan verme.  

Lo pienso. Mucho. Te llamo. A voces. Te grito. Te tiendo mi mano. Te hablo. Te cuento cuentos de hadas y sombras. No te dejan escuchar. No te dejan ver. 

Pasa el tiempo. Pienso. Intento comprender.

Ya sé. Ahora lo entiendo. Se lo que veo. Tu luz no se apaga. Aunque no me escuches, aunque no me veas.  Esa luz es más fuerte que la oscuridad. No cae, no cede, no pierde. 

Valentía. Seguridad. Amor. Orgullo. Fuerza. Arrojo. Tenacidad. Ternura. Alegría. Solidaridad. Amistad. Deseo. Pasión. Ilusión. Compasión. Cariño. 

Eres tú. Eres tu quien brilla con tanta intensidad.  Eres tu quien ciega mi visión. No puedo llegar a ti. No puedo hablarte. No puedo tocarte. Debes ser tu quien ilumine las sombras. Debes ser tu quien recuerde quien eres. 

Brilla. Resplandece. Destella hasta que nos deslumbres de nuevo. 

Como siempre lo has hecho.

Como siempre lo harás.

martes, 28 de diciembre de 2010

Tarde

-Dame tiempo- le dije angustiada- seguro que se me ocurre algo. Saldrás de ésta Avi.

Y realmente me dio tiempo. Pero no suficiente para poder ofrecerle una solución.  Un año más, frente a su tumba, le llevaba flores. Rosas amarillas. Si, puede que no sean las más adecuadas, pero eran sus favoritas.

Al fin y al cabo se lo debo. Inclinándome, dejé las rosas junto a la cruz de madera que encumbraba su humilde lugar de descanso. 

Ni si quiera podías descansar a gusto. Siempre pensaste en un gran panteón, igual de grande que tus ilusiones. Igual de grande que tu corazón. 

Pero no pudo ser. 

La vida no te trató bien, Avi. Yo tampoco. Me aproveché de tu espíritu. De tu fuerza y de tu coraje. Y también de tu fragilidad. Pensé que te estaba ayudando, cuando en realidad sólo me ayudaba a mí misma. 

Fuiste tú quien me prestó todo su apoyo. Fuiste tu quien hizo que yo me acercara más y más a mis sueños. Mientras, tú, silenciosa, te quedabas atrás. Cada vez más callada. Cada vez más lejos.

Nunca me pediste ayuda, nunca consejo. Nunca lloraste en mi hombro, ni permitiste que mis ojos vieran tu tristeza. 

Ahora ya es tarde. No pude hacer nada por ti. No pude hacerlo. Ni siquiera me di cuenta de que podía ayudarte. De que debía ayudarte. 

Un año más, Avi, te pido perdón. 

Espero que te gusten las rosas.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Hazlo.

Coge mi mano. Hazlo rápido. Lo necesito. Necesito que estés cerca de mí. Te necesito a mi lado.
No te muevas. Ni un ápice. Cerca. Muy cerca. Junto a mí. Junto a mi cuerpo. Junto a mi mente. Junto a mi espíritu.

Acércate, adéntrate. Me perteneces.  Lo sabes. Lo sé. 

Y ahora estás aquí, ahora estas muy cerca. Íntimamente cerca. Sabes lo que debes hacer. Sabes cómo actuar. Me conoces bien. Sabes dónde mirar. Sabes donde tocar. Sabes donde hacerme sentir. Hazlo. Ya.

No me dejes respirar. No me dejes olvidar. No me dejes dejar de sentir. Dame tu último aliento. Hazlo. Ya.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

CAPITULO II. ELLA.

Me sorprendí al escuchar aquella declaración. Miré con consternación el supuesto dulce de frutas exóticas que estaba a punto de saborear y tras observarlo detenidamente, lo solté en la mesa con una expresión de estupor en mi rostro. Era de cartón. Si aquella solidaria voz no me hubiera avisado, estaría masticando frente a los más importantes personajes de los alrededores un exquisito pedazo de cartón. Muy inteligente por mi parte.

Me giré lentamente hacia el origen de aquella desconocida voz y en el momento en que mis ojos se toparon con la figura femenina de donde provenía, creo que dejé de respirar.
La mujer que tenía ante mi era realmente una diosa. Su rostro angelical tenía una expresión dulce y a la vez divertida, que hacía que sus carnosos labios se entreabrieran y se curvaran en una delicada sonrisa. Su cabello rubio, recogido en un estudiado laberinto de mechones, otorgaba un brillo especial a su rostro.  Su cuerpo esbelto y femenino parecía invitarme a un baile íntimo sin final.  

Sin embargo, no fue todo ese conjunto lo que me llevó a la locura. Fueron sus ojos. Unos ojos de color gris azulado que me observaban con detenimiento. Parecían ver dentro de mí, como si pudiesen adentrarse en todos y cada uno de los rincones más oscuros de mi interior. Me sentí invadido por su intensidad, devorado por su mirada.

Por su aspecto, debería tener mi edad aproximadamente, pero algo en esa mirada contradecía su juventud. Había en ella un conocimiento y sabiduría inapropiada para su edad.
No pude mediar palabra, me quedé totalmente eclipsado por la mujer que tenía en frente de mi y que me miraba con expresión divertida.  Mi rostro debía ser todo un poema, porque al instante, la bella mujer sonrió aun más y me deleitó de nuevo con su seductora voz.

-Disculpe mi intromisión caballero, quizá ese dulce fuese de su agrado- comentó mirándome con un pícaro brillo en sus ojos.

Por todos los dioses, cálmate Erick, me dije a mí mismo. Mi mente funcionaba a marchas forzadas. Tenía que decir algo, y tenía que hacerlo ya. 

-Señora- comencé, a la vez que inclinaba la cabeza –os debo un gran favor. Es la primera vez que acudo a una fiesta en la Casa del Conde Cordell, y estoy realmente nervioso. Disculpe mi torpeza, por favor. 

Al levantar la cabeza, vi como la diosa me observaba ahora, con una curiosidad no disimulada.
-Mi nombre es Saya, Saya Alderson y por favor, no me llames “señora”, creo que debemos de tener la misma edad. Llámame Saya, y yo te llamaré….- inquirió, dejando sin acabar la frase.

-Erick, mi nombre es Erick Theodor Valder, señ…, Saya- rectifiqué.

-Erick… -dijo en voz baja.  No pude evitar estremecerme al oír a la diosa pronunciar el sucio nombre de un torpe mortal como yo.

De repente, se giró hacia la multitud, observándolos con detenimiento. Yo hice lo mismo, colocándome junto a ella delante de las mesas de aperitivos.

Ajenos por completo a mi torpeza y desconocimiento, los invitados se repartían por el salón hablando en pequeños grupos. El eco de las voces y las risas, aun mitigadas por la música, resonaba por toda la estancia, revelando el ambiente festivo y mágico del que todos en Zor habíamos oído hablar.

-Soy la hija del Conde de Higstong, en Livintool – comentó de repente. En realidad, también es mi primera fiesta en la Casa del Barón. La verdad es que no me gustan mucho estas fiestas, pero no tengo más remedio que acudir, dada mi posición. Son… verdaderamente aburridas. Además, mi madre está convencida de que conoceré a mi príncipe azul en una de estas fiestas –terminó, mirándome divertida.

-Oh, estoy seguro de que cualquiera de estos caballeros estarían deseando ser ese príncipe azul, Saya-dije, yo daría mi vida por ello, pensé.

-Gracias Erick, pero la mayoría de estos príncipes azules ni si quiera me mirarían. Verían en mí una buena inversión de futuro, un lazo entre dos grandes familias y la promesa de mayor poder- dijo, dejando pasar a través de su habitual sonrisa un deje melancólico. 

No sabía que decir, lo que comentaba Saya era la realidad. Los jóvenes nobles, sobre todo las mujeres, no tenían la opción de enamorarse. Era una de las caras oscuras del dinero y el poder. De repente, sentí lástima por mi diosa. 

No tuve tiempo para contestar, Saya se giró rápidamente hacia mí, habiendo recuperado totalmente la sonrisa en sus labios y el pícaro brillo en sus ojos. 

-¿te aburres, Erick? - dijo

Al instante y sin dejarme de nuevo responder, me cogió de la mano y tiró de mí para que la siguiera. El sólo roce de su mano hizo que me pusiera a temblar. ¿Qué estaba haciendo? ¿Hacia dónde me llevaba? Estaba tan nervioso que no acertaba a pronunciar su nombre y hacer estas preguntas en voz alta.

Saya se dirigió hacia la parte trasera del salón, procurando que nuestra huida pasara inadvertida frente a los invitados. Y así parecía, ya que nadie nos prestaba atención. 

La situación era irreal para mí. Me habían invitado a una fiesta en casa de los Cordell, a mí, un simple librero. Acababa de conocer a la mujer más bella que jamás pudiera imaginar. Y esa mujer me llevaba cogido de la mano hacia un destino que aún no podía ni sospechar.

domingo, 19 de diciembre de 2010

CAPITULO I. LA INVITACIÓN.

CAPITULO I. LA INVITACIÓN.

Sentado intranquilo en la parte trasera del lujoso carruaje, me dirigía a la fiesta del Conde. Un simple, joven e inexperto librero como yo, había recibido una invitación del mismísimo amo y señor de todas las tierras circundantes, para acudir a su ya tradicional Fiesta de la Luna.
Cuando el mayordomo personal del Conde se presentó ante mi en la librería, pensaba que tenía que ser algún tipo de error. Pero pronunció mi nombre y apellidos, así como el de parte de mis ancestros con tal claridad que no pude ni siquiera hacerle partícipe de mis dudas. 

Tras su marcha, tarde unos minutos en hacer acopio de valor para abrir el sobre con el sello de la Casa de los Cordell.  Que la Casa Cordell se pusiera en contacto con alguno de los aldeanos, era ya de por si un hecho extraño, pero que lo hiciese a través del mayordomo personal del mismísimo Conde, me producía escalofríos que recorrían mi cuerpo de los pies a la cabeza.

Creo que fueron unos segundos lo que tarde en leer por primera vez el contenido de la misiva. Tuve que sentarme tras el mostrador y volver a leer, y releer aquellas frases sin sentido para mi.

El Conde, personalmente, me estaba invitando a su Fiesta de la Luna. A mi, Erick Theodor Valder. Al recién estrenado como librero tras la muerte de mi padre y antiguo dueño de la Librería de la aldea de Zor. 

Me quedé paralizado. Sentado en la silla que tantos años había dado descanso a mi ya anciano padre, y con la mirada perdida en algún punto lejano de la librería, dejé pasar el tiempo.

Esa mismanoche le enseñe la invitación a mi hermana Maxim y a su marido. Ambos quedaron tan consternados con la noticia como yo. Durante la cena, hablamos sobre la Fiesta de la Luna, sobre lo que los aldeanos conocíamos sobre ella, o más bien, sobre lo que creíamos conocer.

La Fiesta de la Luna, dedicada aparentemente a festejar la victoria de la Diosa Lianna frente al demonio Crefes duraba hasta altas horas de la madrugada. Se rumoreaba que asistían los más altos nobles y dignatarios de las tierras cercanas. Incluso Maxim llegó a comentar que había escuchado que hacía años asistió el propio Rey Thomas III. 

Disfraces y máscaras, bailes, los mejores músicos traídos desde distintos reinos, cocineros de gran renombre, bellas damas y elegantes caballeros… todo aquello iba conformando una ilusión magnética en mi mente que rozaba los límites de la realidad.

De nuevo la pregunta flotaba en el ambiente, misteriosa. ¿Por qué me había invitado el Conde? ¿Con qué motivo? y ¿Qué iba a hacer yo allí?.

Un seco golpe me sacó de mi ensimismamiento. El carruaje había parado frente a la entrada principal de la Casa de los Cordell. Habíamos llegado.  

Un educado y elegante sirviente de la casa abrió la puerta del vehículo y con un grácil ademán, me indicó que bajara del mismo.

Así lo hice, a pesar del temblor en mis piernas y tras un torpe traspié, bajé del carruaje.
Con una enorme sonrisa en los labios, me acompañó hasta la entrada, donde otro sirviente, igual de educado y elegante, incluso, con idéntica sonrisa, pensé, recogió mi abrigo y mi sombrero, y me indicó que entrara en la sala.

No se si fue el ruido de la fiesta, las luces, o mi propio nerviosismo lo que causó que comenzara a sentirme mareado. 

Me adentré en el gran salón, cada vez mas mareado. Tenía miedo de que alguien se diera cuenta de lo que me estaba pasando, pero afortunadamente, nadie se fijaba en mí en aquel momento.  O eso pensé yo. 

 Tuve que apoyarme débilmente en una de las elegantes y decoradas mesas de aperitivos, disimulando mi estado de ansiedad ante la situación. Respiré hondo varias veces y me concentré en admirar la cantidad y variedad de alimentos, la mayoría de ellos desconocidos para mi. Realmente me encontraba perdido ante tal despliegue de belleza culinaria. 

Tras recobrar levemente la compostura y tranquilizarme, decidí probar alguno de los manjares que se exhibían orgullosos ante mí.  Sin embargo, cuando mi mano alcanzó lo que parecía un exquisito dulce de frutas exóticas, una embriagadora voz femenina me devolvió a mi estado inicial de ansiedad.

-Buena elección, caballero- dijo la desconocida voz –si lo que desea es degustar parte de la decoración- continuó, con un deje divertido.

Continuará…

jueves, 25 de noviembre de 2010

El Taller de la Creación

Entonces lo recordé todo. Recordé donde estaba, recordé quien era y recordé que había ocurrido. 

En ese orden. 

Mis manos estaban cubiertas de sangre.  Mi ropa, desgarrada, cubría un cuerpo tembloroso que no reconocía como mío.  Estaba en una sala prácticamente a oscuras, llena de máquinas cuyo uso y nombre conocía a la perfección. La única luz provenía de una titilante bombilla que colgaba de unos pelados cables en el techo. Parecía un almacén abandonado, pero no lo era. Era el laboratorio del Doctor Jacob, o, como el bien lo llamaba, su “Taller de la Creación”. Mi memoria reconocía cada uno de los rincones de esa estancia.  

Sin embargo, ahora mismo esa habitación no se parecía en absoluto a la que yo conocía desde hacía años y a la que había considerado mi segundo hogar. Estaba completamente destrozada. Las maquinas, despedazadas, se esparcían sin control por el suelo, cubierto a su vez por multitud de libros y papeles turbiamente entremezclados. Cristales de probetas y tubos de ensaño hechos añicos brillaban débilmente en la oscuridad.

Aun confuso, me dispuse a dirigirme hacia la puerta, pero noté que mis piernas no respondían a ninguna de las repetidas órdenes que les trataba de enviar mi embotado cerebro.  Mire hacia la parte inferior de mi cuerpo y tuve que ahogar con mis propias manos un grito de espanto al ver aquella imagen. Mis piernas, desde la altura de las rodillas, desaparecían bajo el cuerpo de un derrumbado armario de “especímenes raros”. Aquel que tantas veces había observado desde mi mesa de trabajo. 

Tratando de mantener la calma, cerré los ojos unos instantes, y respiré hondo. Mis piernas debían estar rotas, ambas. No completamente destrozadas, razoné, ya que el peso del armario, y la forma en la que estaba fortuitamente colocado sobre mí, me hacían intuir que no estaba apoyado del todo sobre ellas.
Eso me tranquilizó. Un poco.
Abrí los ojos, e instintivamente observé mis manos. La sangre que las bañaba no era mía. El Doctor Jacob me habría dicho, divertido “Jonah, si no encuentras la respuesta tras pensarlo mucho, piensa en cambiar la pregunta…”. No tenía que preguntarme de quien era esa sangre, sino porqué cubría mis manos. Sin darme cuenta sonreí.  Ambas preguntas se respondían solas.
Aún con la sonrisa en la boca, miré hacia la mesa de mi mentor, y allí estaba. La respuesta. La única respuesta. El Doctor Jacob me miraba fijamente, sin pestañear. Su mirada podría haberme traspasado como un cuchillo afilado. Sin embargo, no lo hizo.

Porque ya no podía hacerlo.  

Su cuerpo, de nuevo con apariencia humana, descansaba inerte sobre la desvencijada pila de libros ensangrentados que cubría casi por completo su mesa.  Sólo su mirada me decía que no volvería a levantarse. Que aquel ser que el mismo había creado había regresado al lugar de donde provenía. La propia e inevitable muerte. Aunque el Doctor Jacob, no lo pensase así.

Entonces la vi. Estaba esperando verla. Tras el cuerpo inerte del doctor estaba ella. Una inconfundible figura femenina que reconocería en cualquier lugar, en cualquier momento, en cualquier vida.  

Se alejó lentamente del cadáver del Doctor y se acercó a mí, salvando con elegancia los obstáculos que le presentaba la destrozada sala. Se arrodilló a mi lado, y mirándome con ternura, acercó sus labios a los míos y me besó. 

Fue un beso lento, suave y lleno de tristeza. Cuando se apartó, tenía los ojos vidriosos. ¿Serían lágrimas? No, no era posible. No en ella. Ella no podía llorar. Me lo había dicho una vez, hacía ya tiempo. Suspiró lentamente, sin dejar de mirarme y poniendo un dedo sobre sus labios, me indicó que guardara silencio. Entones oí su voz.

-No me busques, amor. –Habló con un tono sombrío –no vas a encontrarme esta vez. He cumplido mi misión aquí. Debo regresar.

Intenté protestar, pero ella me silenció con una mirada.

-Mi tiempo aquí ha acabado. Ambos sabíamos que este momento llegaría, amor. Yo no pertenezco a este lugar, al igual que el Doctor o sus criaturas. Nadie que no haya nacido de mujer debe permanecer aquí. 

Tras estas palabras, el silencio se apoderó de la estancia. Aún inclinada sobre mí, volvió a hablar, pero esta vez, no entendí sus palabras. Parecía que entonaba una oración en un idioma extraño e incomprensible. Poco a poco, la oscuridad se fue haciendo mayor a mi alrededor, hasta que me fundí con ella. 

Lo último que pude distinguir fue la inconfundible figura de la única mujer que reconocería en cualquier lugar, en cualquier momento, en cualquier vida. Y unas alas negras desplegándose grandiosas en su espalda.





lunes, 22 de noviembre de 2010

La llamada

-Lala, déjame en paz… ¡estoy cansada de tus sermones! –dijo Elva, alzando la voz, enfadada.
-Por lo que más quieras, entra en casa. ¡Está lloviendo a cantaros, idiota!-contestó su hermana Lathala, exasperada.

La situación era ridícula, pensaba Lathala.  Elva, su hermana pequeña, estaba frente a ella, a una distancia mas que prudencial, retándola desde la calle. Llovía mucho, y el viento hacía casi imposible abrir los paraguas. Pero a Elva eso no parecía importarle. De pié, enfurecida y con los puños apretados, no paraba de gritar. Estaba completamente empapada. Su vestido verde se pegaba a su cuerpo con pesadez, y su pelo largo serpenteaba salvaje por su rostro.

Lathala, desde el interior de la casa, trató de calmarse, respiró profundo y volvió a intentarlo, como lo hacía desde que eran niñas:

-Esto no tiene sentido Elva, no vas a conseguir nada. No va a volver. Lo sabes de sobra. Siempre hace lo mismo. Promesas, promesas y más promesas. Elva… por favor… vuelve dentro… -dijo Lathala, con un tono lleno de pesar. –Por favor, sabes que no vendrá. ¿Cuántas veces ha hecho lo mismo? Deja de esperarle… es mejor olvidarse de el… -continuó Lathala.

Elva se había mantenido callada mientras su hermana hablaba, pero sus mandíbulas estaban aun más apretadas, y Lathala pudo intuir que las lágrimas se mezclaban furiosas con la lluvia que corría por su rostro.

Llevaban así más de diez minutos, tiempo fue suficiente para que los vecinos asomaran curiosos por las ventanas, preguntándose qué era lo que esta vez perturbaba su tranquila vida.
De nuevo las hermanas Ozomi. De nuevo esas dos malcriadas”-solían comentar cuando ocurrían estas situaciones. Y, pensaba Lathala, ocurrían muy a menudo.

En ese momento un rítmico sonido irrumpió en el interior de la casa. Al reconocerlo, Elva miró con estupor a su hermana y comenzó una carrera loca hasta llegar a la casa. Empujó a su hermana para poder entrar por la puerta y se dirigió hacia el origen del sonido.

Lathala cerró los ojos. Suspiró con tristeza. –Lo había vuelto a hacer, de nuevo, un cumpleaños más sin él, pensaba Lathala. Una simple llamada y una escusa tonta, y un corazón roto de nuevo.

Cerró la puerta tras de si, y se dispuso a esperar a que su hermana terminara de hablar por teléfono. Pero no tuvo tiempo de hacerlo. El timbre de la puerta la sobresaltó.  Acababa de cerrar la puerta y no había visto a nadie.  Con el corazón aun agitado por el susto, se acercó a la mirilla y al comprobar la identidad de su inesperado visitante, retrocedió confusa.

Durante unos segundos permaneció paralizada frente a la puerta, hasta que el sonido del timbre la sacó de su ensimismamiento.

Abrió la puerta y allí estaba él.  Su padre en verdad había venido al cumpleaños de Elva.
Era la primera vez en 8 años, desde que sus padres se separaron.  Se veían durante las vacaciones, cuando Lathala y Elva viajaban a la fría Rusia, donde residía su padre y pasaban allí un mes visitando año tras año los mismos monumentos, acompañadas de los asistentes personales de su ocupado padre.

Aquello realmente sorprendió a Lathala. Nunca había acudido a ningún cumpleaños, a ninguna fiesta. Jamás. Ni si quiera cuando sus padres estaban juntos. El trabajo. Siempre se escudaba en su trabajo.

En realidad no sabía qué hacer o que decir en ese momento.  Se sentía completamente desorientada. Con la mano aun en el pomo de la puerta, se sorprendió pensando en lo cambiado que estaba su padre. Su aspecto físico siempre había sido arrollador, alto, fuerte y atractivo, con un gesto de prepotencia en su rostro que le diferenciaba de los demás. Pero la persona que tenía delante estaba mucho más delgada, con un tono pálido en la piel y los ojos hundidos. Sin embargo, había algo en su mirada que transmitía poder, un poder que Lathala no llegaba a comprender. 

-¿No vas a dejarme entrar, Lathala?- habló por primera vez su padre. ¿Me permitirás entrar en casa?. Su tono de voz era severo, pero iba acompañado de una ligera sonrisa que hizo estremecer a Lala.
-Ssssi… eh… pasa papá… yo, nosotras… no esperábamos tu vis… -comenzó a decir Lathala.
-Tranquila pequeña –la cortó el hombre, cruzando el umbral de la puerta - ya estoy en casa.

Ese fue el primer error que cometió Lathala. Darle permiso para entrar.

La presa del viento

-¿Y si no era él? ¿y si la carta no la escribió él?
No paraba de hacerse la misma pregunta una y otra vez. Nelle estaba sentada en un banco del parque Earthwood, cercano a su casa. Inclinada hacia delante, sostenía temblorosa entre sus manos una hoja de papel arrugada. Su rostro denotaba ansiedad y preocupación, y sus ojos, lacrimosos, no podían enfocar con claridad las palabras que la carta le revelaba.

El viento soplaba con fuerza, agitando feroz las ramas de los arboles a su alrededor. Una ráfaga fortuita giró violentamente a su alrededor, arrebatándole a Nelle la carta de sus manos y llevándosela consigo.

Nelle se levanto veloz del banco, corriendo en pos de la carta aun presa del viento. De repente éste cesó, soltando su botín en medio del camino. Aliviada, Nelle se agacho rápidamente y cogió la carta, temerosa de volver a perderla. Sin levantarse, la estrechó contra su pecho, sollozando en silencio.

Una sombra se cernió sobre ella. Al levantar la vista, él estaba ahí. Parado delante de ella, como una estatua, contemplándola desde lo alto. La ansiedad invadió a Nelle como lo había hecho cada vez que se había encontrado con el.  Pero sus ojos no se desviaron. Se miraron fijamente durante lo que a Nelle le pareció una eternidad, hasta que el se movió.

Le tendió una mano, que ella tardó varios segundos en aceptar. Sin mediar palabra, la ayudó a levantarse, y cuando sus ojos estuvieron a la misma altura, la abrazó con fuerza. Con una pasión que Nelle no pudo comprender en ese instante, pero pronto podría entender.

¿Querría hacerlo? ¿En verdad querría entender?

viernes, 12 de noviembre de 2010

Azul

Afuera, el viento soplaba fuerte. Las ramas de los árboles golpeaban con furia la ventana de mi habitación. Tumbado en mi cama, intentaba concentrarme en leer el último libro que nos habían recomendado en clase. Sin embargo, el color de su tapa me estaba haciendo estremecer. Su tacto era agradable. Pero su color… cada vez que desviaba la vista de la página que estaba leyendo, me encontraba de golpe con el color de la tapa… azul. 

Después de varios intentos de centrar mi vista e intención en las palabras que debían dar vida a una historia apasionante, decidí abandonar.  Me quité las gafas y las coloqué en la mesilla, junto a la foto de Mia. Y de nuevo me encontré con el maldito color… el azul de sus ojos parecía gritarme desde el otro confín del mundo.

Me asusté cuando escuché el sonido de mi móvil. Debían ser las dos y media de la madrugada ¿Quién me llamaría a estas horas? Me levanté de la cama y me acerqué al escritorio donde había dejado el móvil. Al acercar la mano para cogerlo, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, y me detuve en seco. Sin saber por qué comencé a sudar y un sentimiento de profundo terror comenzó a embargarme. Estaba totalmente paralizado junto al escritorio. 

El móvil siguió sonando un par de segundos más. Después paró. Me tomó un tiempo poder tranquilizarme y con una mano aun temblorosa recogí el móvil del escritorio. Una llamada perdida parpadeaba en la pantalla al levantar la tapa. “Ver llamada perdida”, pulsé.
No sé cuánto tiempo contuve la respiración, ni en qué momento caí al suelo inconsciente. Ni si quiera recuerdo haberme golpeado con la esquina de la mesilla en la cabeza.  

Cuando desperté, estaba en el hospital. Mi hermana mayor, Liss, estaba recostada en una silla frente a mi cama, y al verme despertar, corrió hacia mí, me abrazó y comenzó a besarme.
-Liss. Liss. Por favor- me duele mucho la cabeza… ¿qué ha pasado? – dije con voz trémula. Ella se apartó con una sonrisa compasiva en los labios y me miró con ternura.

-Anoche te caíste en tu habitación y te golpeaste la cabeza con la mesilla- comenzó mi hermana- no se qué pasó, pero te han tenido que dar unos cuantos puntos en esa cabezota tuya… -su voz comenzó a bajar de intensidad, haciéndose casi inaudible -tienes que descansar más Thom, tienes que dormir… ya ha pasado mucho tiempo desde que Mia… -Liss paró de hablar, y me miró con temor.

En ese momento lo recordé. El libro que estaba leyendo, las tapas de color azul endiablado. La foto de Mia observándome desde la mesilla. El sonido del móvil. Una llamada perdida.
La expresión con la que miré a mi hermana debió ser aterradora, ya que ésta, asustada, se retiró un poco de la cama.
-Thom… ¿qué…?- comenzó
-Mi móvil, Liss. ¿Tienes mi móvil?
-Eh… si, le tengo- respondió confusa-espera, está en mi bolso. Volvió hacia la silla donde había pasado media noche y revolvió nerviosa en su bolso hasta que, con una expresión triunfante, lo cogió apresurada y me lo tendió. Comenzó a hacerme preguntas, pero yo dejé de escucharla, absorto en la pantalla del móvil.

Tenía mi móvil. Le tenía en mi mano. Levanté su tapa.

Me incorporé un poco en la cama y miré las últimas llamadas perdidas. Mi corazón latía con fuerza, rápido, muy rápido. Tanto que comenzaba a notar una presión en mi pecho.
Allí estaba. Exactamente a las dos y media de la mañana. Era ella, Mia. No lo había soñado. No era una pesadilla. Era real. Mia me había llamado a las dos y media de la mañana. De eso hacía apenas unas horas.

El sonido brusco de la puerta de la habitación al abrirse me sacó de mi ensimismamiento.  El doctor Jacob, al que conozco desde niño, entró apresurado con unos documentos de la mano. Su rostro, severo y marcado por las arrugas, mostraban su intención de contener el enfado.
-No paras de darme problemas Thomas. Sigues siendo un crio mimado. En dos horas te quiero ver fuera de aquí – comenzó tendiéndome los papeles del alta. No estaba gritando, pero su voz firme y segura no daba lugar a reproches. -¿sabes qué hora es? ¿Sabes qué día es hoy? No deberías estar aquí. Deberías estar junto a su familia en este momento. Date prisa, cámbiate de ropa y ve.

De nuevo un escalofrío recorrió mi cuerpo. De nuevo esa misma sensación de terror. Eso es. Sabía perfectamente que día era hoy, era el aniversario de la muerte de Mia. De la misma Mia que me había llamado esa madrugada, con un móvil que se hundió con ella en el mar mientras viajaba hacia su nueva vida.





miércoles, 10 de noviembre de 2010

Ella o yo

A menudo piensa que las cosas no pueden ir peor. Sumergida en una espiral de autocompasión, vive víctima de sus propias trampas. No hay oportunidades para mí, suele decir. Vive pensando en el pasado, aferrada a aquellos momentos de felicidad que el presente no le concede. Siempre triste, siempre melancólica, siempre alerta.  

No es consciente de su propia vida, alquilando vidas ajenas por temporadas. Envidiosa, cautelosa, temerosa. Llora y se queja de sus circunstancias, se lamenta de lo que el futuro no le depara.

Cada vez que me encuentro con ella, no puedo evitar maldecir en silencio. Realmente me molesta, me causa dolor y pesar. Pero cada vez la veo menos, apenas sale de su hogar, ese espacio diminuto que aun se va haciendo más pequeño en un lugar recóndito de mi propia mente.

La llama

La luz de la única vela que quedaba iluminaba su cara. Estaba asustada, realmente asustada. Miraba con inquietud como la pequeña llama luchaba por iluminar la estancia. Parecía que si cometía la imprudencia de dejar de mirarla, ésta dejaría de luchar y se apagaría. 

Yo sin embargo, estaba pendiente de ella.  Estábamos muy juntos, sentados en el suelo, de frente a la maldita puerta de la habitación. No podía dejar de mirarla. Sentía como su menudo cuerpo temblaba junto al mío.  En un alarde de valor, pasé mi brazo por encima de sus hombros; deseaba con toda mi alma que dejara de tener tanto miedo. No se inmutó. Sus ojos seguían hipnóticos la danzarina llama. 

Crujido. Otro crujido. Pisadas desde el exterior. El pomo de la puerta comenzó a girar. Shura desvió rápida su mirada hacia la puerta, y en ese momento, la vela, se apagó.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Pasado borroso

De repente te encuentras esposado en la parte trasera de un coche de policía. Sentado junto a ti, se encuentra un hombre de rostro severo, que según calculas deberá rondar los sesenta y pico años. El hombre no te ha mirado ni una sola vez desde que montó en el coche, sin embargo no ha parado de hablar desde que lo hizo.

Frases sin sentido para ti, entremezcladas en una conversación tan histriónica que piensas que estás aun en una de tus pesadillas nocturnas.

El hombre termina su monólogo y vuelve lentamente su mirada hacia ti.
-No has entendido ni una sola palabra de lo que te he dicho – comenta, divertido. Dicen que tras el accidente perdiste la memoria totalmente. Es irónico.  La última vez que nos encontramos te dije que te acordarías de mí.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Mas tarde

Cuando me despierto ella ya se ha marchado. Ha recogido sus cosas y ha dejado el silencio en su lugar. Una nota y un “lo siento” me esperan en su lado de la cama. Me levanto y decido pensar en ello más tarde. Desayuno restos de la cena de anoche.  La casa está vacía y silenciosa.  Pero ya pensaré en ello más tarde. 

Me ducho y me visto. Llego tarde a trabajar. El día pasa lento entre informes de ventas y reuniones con producción.  

Regreso a casa.  Sigue vacía y silenciosa. Quizá sea hora de pararme a pensar en ello. Llaman a la puerta. Cuando abro, ella se abalanza sobre mí y me besa. Decido que lo pensaré más tarde.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Visiones

En ocasiones no sabe que está perdida. Piensa que se encuentra en lugares remotos, donde la luz y la oscuridad se entremezclan sigilosamente. Confundida, pero segura de saber cuál es su lugar en ese mundo, da pasos firmes al caminar, sin vacilar.  A veces se encuentra con seres extraños, que intentan poner en sus ojos visiones de mundos distintos. Pero ella los observa desde lejos, con cautela. 

En ocasiones no sabe que pierde el control, y que los seres extraños que la rodean no desean las visiones que ella intenta poner en sus ojos. A veces, estos seres la observan desde lejos, con cautela...

martes, 2 de noviembre de 2010

Destino

Después de esto ¿Qué haré?  Acabo de desperdiciar tres años de mi vida. Acabo de perder la última oportunidad. El último tren.  Tenía que haberme esforzado más. Tenía que haber pensado más en el futuro.  Y todo ha terminado para mí. Tendré que regresar a casa. Sin nada. Con las manos vacías...

Tanya bajó los escalones que la separaban de la calle y comenzó a caminar. Sin rumbo. Sin dirección. Sin fe.  Con la cabeza baja y los ojos llorosos vagó sin rumbo durante horas. Hasta que sin darse cuenta llegó a su destino.

Y su destino la estaba esperando, sentado frente a su apartamento, con una mirada comprensiva y un gran ramo de rosas rojas.

lunes, 1 de noviembre de 2010

El regalo

En cuanto abrió la puerta salí corriendo. No podía parar de correr. Que sensación tan agradable. El viento me acariciaba y mil olores llegaban desde diferentes direcciones a mi ya desentrenada nariz.  Estaba en el campo. Las flores me rodeaban sospechosas. Se movían grácilmente agitadas por la brisa de la tarde. Ese movimiento era hipnotizador. No podía parar de mirarlas, sobre todo a una de ellas. Grande, hermosa y bailarina.  Parecía retarme. 

Me preparé. La miré fijamente aceptando su desafío… y me lancé sobre ella feroz.  
Luchamos durante un rato, era fuerte, pero vencí. 

Cuando volví a casa, mi amo se sorprendió del regalo que le llevaba.
 ¿Y que esperaba? ¡Solo soy un pequeño cachorro de gato!

domingo, 31 de octubre de 2010

La guirnalda

La búsqueda se torno frenética. Cada vez quedaba menos tiempo. Y menos esperanzas. La pequeña Lilia no aparecía por ninguna parte. Llevábamos más de un mes buscándola desesperadamente. Y sin ninguna pista. La policía había perdido toda esperanza. 

Nos fiamos de él. Dijo que la encontraría. Era nuestra última esperanza. Quizá me esté haciendo viejo, pero sus ojos parecían decir la verdad. Realmente era nuestra última esperanza. 
Habíamos bajado del coche, y corríamos a toda prisa detrás de el por un camino encharcado y lleno de barro. La maleza salvaje y abandonada poblaba los bordes del camino, añadiendo una nota oscura y deprimente a nuestra carrera contrarreloj.

De repente, nuestro guía paró en seco frente a una extraña cruz de piedra encumbrada con una guirnalda de flores ensangrentada. Los demás también paramos, sin dar crédito a lo que teníamos delante.

Sonrió. La pequeña Lilia sonrió y levantándose del suelo donde estaba tranquilamente sentada se acercó a mí y me tendió una pequeña guirnalda de flores recién cortadas.

sábado, 30 de octubre de 2010

Actos

-¿No lo sientes John? ¿No sientes que a veces podemos ser mejores personas? ¿No crees que deberíamos intentar mejorar?   Estamos estancados en nuestra vida diaria. Paralizados por el miedo a lo desconocido. Temerosos de las intenciones oscuras de los demás. Pero… ¿y nosotros John? ¿Tenemos buenas intenciones en nuestros actos? ¿Son los correctos? O ¿quizá deberíamos pensarlo un poco más?

La vieja Anna hablaba con ternura a su marido, sentada en su butaca favorita, mientras observaba por la ventana cómo el viento acariciaba las ramas de los cerezos. 

Al cabo de unos instantes, Anna se levanto lentamente. Miró con lágrimas en los ojos a John y se dispuso a salir del comedor, pero antes, recogió la bandeja con los restos de la cena de su marido y la llevó a la cocina, como hacía todas las noches desde hacía cincuenta y cinco años.   Una vez allí, soltó la bandeja y se sentó pesarosa en una silla. Su rostro, compungido por el dolor, se reflejaba en el cristal de la alacena.  

Metió una mano temblorosa en el bolsillo derecho de su delantal y sacó un pequeño frasco con la mitad de su contenido.  Durante largo rato lo observó atentamente. Después, lo abrió y sin pensarlo bebió el resto del líquido.

-Tranquilo querido, no temas, pronto estaré contigo – se dijo Anna entre sollozos.

Su voz

Vuelve la vista hacia mí. Me quedo paralizada. Su rostro no denota ninguna emoción. No sé lo que debo sentir en ese momento. Sus ojos se quedan fijos en los míos. Sus labios comienzan a moverse lentamente, pero no oigo nada. Mi visión se vuelve borrosa. 

Niebla, una niebla oscura y densa comienza a cubrirlo todo. Mi cuerpo tiembla. Caigo en la oscuridad a una velocidad vertiginosa. 

Cuando despierto el ya no está allí. Se ha ido. Se ha marchado para siempre. Eso fue lo último que pude escuchar. Su voz. Y una promesa maldita.

viernes, 29 de octubre de 2010

Piano

Cuando terminó de tocar la pieza no podía despegar los dedos de las teclas del piano. El sudor corría abundante por su frente y su corazón palpitaba con una fuerza y ritmo inusual. Su respiración estaba agitada, descontrolada. Cualquiera que observase detenidamente a Sukko en ese momento, podría pensar que estaba enfermo. Pero Sukko no tenía ningún problema de salud. Al público le tomó varios segundos reaccionar ante la actuación del pianista. Tiempo suficiente para hacer que las lágrimas comenzaran a rodar por las mejillas del músico. 

Y de repente ocurrió. 

Aplausos. Euforia. Más aplausos. Personas alzándose en las gradas. Grandes sonrisas y un público emocionado que correspondía con fuerza a la voluntad de Sukko. 

jueves, 28 de octubre de 2010

Nací

Nací cuando no pude seguir adelante.
Nací de la desesperación y la locura.
Nací del dolor y la angustia.
Nací del miedo, de la inseguridad y del odio.
No, del odio no.
Nací de mi misma.
De una parte de mi que creía haber muerto.
Nací de la soberbia de querer seguir adelante.
Nací de las ganas de vivir después de haber muerto.

Pero no nací sola, vine del otro lado con ayuda.
Nací con la ayuda del ángel con el que compartía visiones
nací con la ayuda de la luz que desprendía el ser mas mágico del planeta,
nací con el poder y la energía de aquel que tiene grandes sueños,
nací con un hada vestida de blanco dispuesta a dar una respuesta a sus sueños.

Y nací pensando en aquel que me roba las horas y me regala su vida a cambio.

Y gracias a muchos más seres mágicos naci. Seres que sólo yo puedo ver. Y a veces ellos no saben de su propia existencia.