domingo, 27 de febrero de 2011

Sin ganas de volar


A veces no me siento con ganas de volar.

Cierro mis alas y las escondo a mi espalda. Para que nadie las vea. Para que nadie me obligue a usarlas.

En esos momentos, siento que caigo en un profundo pozo. Sin fondo. Lleno de oscuridad. 

Me dejo llevar hacia el final. El dolor es insoportable. Mi cuerpo y mi mente parecen desear separarse. Ahora mismo no se soportan, aunque sienten lo mismo. Dolor.

Caigo sin remedio, sin demora, sin culpa. Caigo con la intención de caer, y de no dejar de hacerlo.

Y mientras caigo, pienso. En mi vida. En mis deseos. En mis ilusiones. En mis sueños. En el amor. 

Se ven lejanos. Borrosos. Pugnando por sobrevivir en un mar embravecido de peligrosos pensamientos.  

Sigo cayendo. Sin fin. Sin retorno. Mis peores temores, mis pesadillas, mis más oscuros miedos me acompañan en silencio. Observando mi caída, ansiosos por ver el final.

Pero al llegar al fondo siempre ocurre lo mismo. Una y otra vez. Mis alas se abren; violentas, rabiosas, y me impulsan en el último segundo hacia la luz.

Salgo del pozo. Estoy volando. Aunque a veces no tengo ganas de volar, vuelo. Porque mis alas están llenas de coraje. Suelo olvidarlo. Me encanta volar.

CAPITULO VII. EL DEMONIO Y EL REY

-Según cuentan los Manuscritos de Uthor, hace tiempo existían dos mundos paralelos. La tierra, donde vivían los humanos; y el Inframundo, poblado por demonios y criaturas infernales. Al principio de todo, ambos mundos estaban separados, de forma que ninguna criatura o ser humano podía pasar al mundo contrario. Los humanos no podían ir al Inframundo y los demonios no podían visitar la Tierra. Sin embargo, algo cambió y la barrera que impedía el paso hacia uno u otro mundo se debilitó. Los demonios encontraron la manera de entrar a nuestro mundo y comenzaron a atacar a los humanos. Los secuestraban y se los llevaban al Inframundo; o los mataban o devoraban donde los encontraran. Llegaron años de terror y sangre en la Tierra. No se sabía cómo habían llegado, por lo que no se podía impedir que lo hiciesen. Las personas desaparecían o se encontraban sus cuerpos descuartizados. Ni los ejércitos pudieron hacer frente a las hordas de demonios que atacaban cada vez más a menudo la Tierra. Y así, pasaron décadas, hasta que ocurrió un incidente que cambió el rumbo de la historia. 

Dermott me observaba en silencio. No sonreía. Por primera vez en toda la noche, mostró una expresión seria y reservada.

-Un día, un demonio mucho más poderoso e inteligente que los que hasta entonces habían llegado a la Tierra hizo su aparición; y,  en lugar de atacar a los humanos, como era habitual en los de su raza, solicitó audiencia con el líder de nuestro mundo. Los Reyes de los diferentes Reinos de la Tierra se reunieron para decidir quién debía presentarse como adalid de nuestro mundo ante aquel demonio. Y, tras varias disputas entre ellos, el Rey Uthor de Azortia, nuestro Reino, fue el elegido. –hice una pausa ya que tenía la boca reseca. 

Dermott se dio cuenta y me indicó con la mirada la copa de vino que tenía en la mesita frente a mí.  Aun desconfiado, me llevé la copa de vino a los labios y di un pequeño sorbo. 

En aquel instante entendía por qué aquel licor había sido en el pasado causa de disputas entre los Reinos. Podía sentir una explosión de cuatro sabores diferentes, dulce, salado, ácido y amargo. Y la mezcla era realmente deliciosa. No. Era placer lo que estaba sintiendo en ese momento. Una explosión de placer. Además, al acercarme la copa para beber, un desconocido y sensual aroma inundó mi nariz. No pude evitar dar otro sorbo, mayor que el anterior, para seguir deleitándome con aquella peligrosa bebida. 

Dermott volvió a reír estrepitosamente al ver mi extasiada expresión.

-Eso es amigo, disfruta. El vino es algo… maravilloso. Cuando lo probé por primera vez pensé que con él podría incluso olvidarme de las mujeres. Evidentemente me equivoqué, pero… la verdad es que ayuda. Bebe Erick, anímate. Al fin y al cabo, esto es una fiesta.
Como si estuviera ansioso por escuchar esas palabras, volví a dar otro sorbo a la copa. Ese endemoniado licor eclipsaba mi razón. 

-Continua, Erick. Se nota que has crecido entre libros. Serías un buen escritor, o narrador de historias… continua por favor.

-Bueno. ¿Por dónde iba…? ¡Ah!. Si. El Rey Uthor de Azoria.  Se decidió que el encuentro tuviera lugar en el llano de Ora, en el País de Luvia. Era un lugar estratégico. No había sitio donde esconderse. Esperaban, ya que los demonios eran tan astutos, evitar que aparecieran por sorpresa y los atacasen.  Pero al parecer, según se narra en los Manuscritos, el demonio apareció solo. Algunos humanos, alentados por su superioridad numérica, se inquietaron y decidieron atacarle para llevarse la gloria con ellos. Los cabecillas, incluso el propio Rey Uthor, fueron incapaces de detenerles. Muchos de los hombres que habían acudido a aquel encuentro no eran soldados, sino mercenarios que no entendían de normas ni jerarquía.  –Hice una pausa de nuevo para beber otro sorbo de vino, bajo la atenta mirada de Dermott.- pero aquellos hombres no encontraron la gloria. Encontraron la muerte, como cabía de esperar. Aquel demonio acabó con ellos en un instante y sin inmutarse. Haciendo caso omiso de lo que acababa de ocurrir, avanzó hacia el Rey. Los humanos, al ver aquello, comprendieron que no se encontraban ante un demonio cualquiera. Sin embargo, nuestro valiente Rey, a lomos de su fiel caballo Danco, se adelantó y fue acortando la distancia que le separaba del demonio. Se encontraron a mitad de camino.  

De nuevo hice una pausa, el vino volvió a rozar mis labios y vacié la copa. En seguida, Dermott se levantó y la volvió a llenar, mirándome divertido. En realidad, en aquel momento su sonrisa no me pareció tan aterradora como antes. Me sentía… bien. Animado. Por primera vez en toda la noche me estaba relajando.

Volvió a sentarse, y con un silencioso gesto me conminó a seguir con la historia. 

-Si… vamos a ver…-me estaba empezando a costar hilar mis pensamientos…pero me sentía realmente contento- lo que más le sorprendió al soberano fue que aquella criatura hablara nuestro idioma. Sin embargo, la petición que le hizo no le sorprendió, le aterró.  Se dice que sus hombres palidecieron al ver el rostro de su Señor. Y no era para menos –continué, tan animado que incluso me atreví a imitar al demonio poniendo una voz grave y una temible expresión- “Mi Gran Señor Xar, me ha dado este mensaje para el líder de los humanos: con cada luna llena, llevareis tres hembras vírgenes al puente del río Joun. Allí esperareis a que mi emisario aparezca y las recoja. Si no las encuentra allí, masacraré a 50 humanos por cada una que falte. Si faltan las tres, me encargaré de que las llamas del infierno devasten un pueblo entero cada día que pase sin encontrarlas allí. A cambio, los ataques a la Tierra, cesarán.”

Dermott se mostró complacido ante mi tosca interpretación, inclinando levemente el cabeza; divertido, simuló un aplauso en silencio, mientras me dedicaba una intensa mirada.

Mientras, yo volví a refrescar mi garganta con otro largo sorbo del glorioso licor que me había servido mi anfitrión. 

- El demonio regresó sobre sus propios pasos hasta desaparecer en la sombra. Nuestro Rey volvió a las filas aliadas realmente afligido. Cuando llegó al lugar de reunión con el resto de mandatarios, explicó la petición de aquella demoniaca criatura. ¿La decisión que tomaron? Poco importa, ya que cambiaron de parecer en un mes y dos días, tras dos pueblos con sus habitantes completamente calcinados. Al día siguiente tres desafortunadas jóvenes fueron llevadas hasta el puente del río Joun. Allí apareció el emisario de aquel demonio. El mismo que había infligido el severo castigo a los dos pueblos, acompañado de una horda de monstruos.

Dermott se revolvió intranquilo en su butaca. Su expresión se había ensombrecido de nuevo, y tenía la mirada perdida en el fondo de su copa de vino.

¿Le estaba aburriendo? Pensé. Si ha sido él quien me ha dicho que siguiera…

Volví a dar un sorbo al vino y tras comprobar que de nuevo la copa había quedado vacía, continué hablando.

-Y… bueno, lo que viene a continuación es ya de sobra conocido, no me gustaría aburrirte con la historia…-comenté, tras haber observado la reacción de Dermott. 

Para cuando terminé la frase, aquel hombre ya había vuelto a ser el de antes. Se levantó con elegancia de la butaca y volvió a llenarme la copa. 

-Te equivocas Erick, no me aburres en absoluto. Además… esta parte de la historia, es realmente la más interesante.

Me estaba empezando a marear. Pero a la vez, me sentía realmente cómodo con la situación. Quizá –pensaba en aquel momento- haya juzgado mal al Conde. Para aquel entonces ya me había olvidado del resto del mundo. Incluso de mi mismo. Sólo existía la historia que Dermott deseaba escuchar. Sin embargo, una pequeñísima parte de mi ser evocaba un nombre de mujer.

sábado, 19 de febrero de 2011

A tus pies


La luz que irradiaba su mirada me hizo caer a sus pies.

 Literalmente.

 Bueno, quizá quien viera el espectáculo desde fuera pudiera pensar que simplemente, tropecé. Yo prefiero mi versión. Es bastante más romántica y menos vergonzosa.

Interpretaciones aparte, allí me encontraba yo. Como si del Papa se tratase, besando el suelo;   frente al hombre más hermoso que jamás había visto. Mientras caía, pude ver como uno de mis adorables zapatos salía despedido por el aire. Sólo rogaba que mi pésima puntería no cambiara de repente y que aquel peligroso tacón no acabara haciendo diana en alguno de los invitados a mi fiesta.

Presa de mis propios temores, intenté levantarme; pero el destino tenía otra bonita sorpresa para mí. El bajo de mi fabuloso –y caro- vestido quedó prendido del solitario tacón del zapato que aún permanecía en mi pie. El resultado fue poco menos que perturbador, tanto para mí como para mis espectadores. Las costuras no aguantaron la presión del momento y cedieron, dejando al descubierto una parte de mi anatomía que yo solía destinar sólo a unos cuantos privilegiados.

Y así, con el trasero al aire, un solo zapato y una postura poco recordable para una dama de la alta sociedad, le conocí.

Y desde entonces, cuando quiere hacerme rabiar, siempre me recuerda que puede hacerme caer con una sola mirada.

martes, 8 de febrero de 2011

Saberse muerto... o creer que lo estás

Adán caminaba despacio. Arrastraba los pies a cada paso que daba. Su cuerpo pesaba excesivamente aquella mañana gris.  Con la vieja y remendada mochila se dirigía a la universidad. No se veía el sol, pero Adán estaba sudando.  Miraba al suelo mientras intentaba ordenar sus pensamientos. 

Dalia no pudo coger el autobús. A pesar de su desesperada carrera para alcanzarle, llegó como siempre, tarde. Suspiró pesarosa, y otorgándose unos segundos para recobrar el aliento, se arregló la desvencijada coleta y compuso una sonrisa en sus labios. Comenzó a caminar veloz, sintiendo cómo la suave brisa de aquella fresca mañana acariciaba su rostro.

Todavía quedaban unos metros para que Adán llegara a la entrada de la Universidad, cuando comenzó a llover. Maldijo en silencio y se paró. Miro hacia el oscuro cielo. Las primeras gotas chocaron indolentes con su rostro, confundiéndose con sus lágrimas.

La lluvia sorprendió a Dalia observando el tentador escaparate de la Librería de la Universidad. Miro hacia el oscuro cielo. Lanzó una exclamación al aire y salió corriendo hacia su destino. Con la mochila sobre la cabeza para resguardarse de la lluvia, entró en la Universidad, aguantando la risa por la sofocante carrera. 

Adán entró en la clase. Llegó temprano, como era habitual en él. Se sentó en uno de los asientos del final y sacó los libros, colocándolos ordenadamente sobre el pupitre.  Poco a poco, la clase fue llenándose de un sonoro y variado conjunto de voces. Los pupitres se fueron llenando, mientras que los alumnos hablaban distendidamente entre ellos, comentando la película de la noche anterior o preguntándose por sus vidas. Nadie le prestó atención. 

Calada hasta los huesos, Dalia entró en clase. Con la agitación del momento, olvidó llamar a la puerta, y al entrar, todas las miradas se posaron sobre ella. Sonreían, divertidos por la usual interrupción de su alegre y hermosa compañera. El profesor había comenzado y dedicó a Dalia una iracunda mirada, indicándole con un gesto que tomara asiento. Eligió uno en la parte delantera de la clase, y mientras se acomodaba, una de sus compañeras le guiñó un ojo, cómplice. Dalia sonrió y le devolvió el gesto. 

Cuando las cases matutinas acabaron, los alumnos comenzaron a salir apresuradamente, hablando animadamente entre ellos. Adán se quedó sentado en su pupitre. Con la mirada perdida en algún punto de la parte delantera de la clase, no fue consciente de que las lágrimas cubrían de nuevo sus mejillas. Parpadeó varias veces para aclarar su visión. Delante de él tenía una inconfundible figura femenina. Dalia.

-¿otra vez llorando?-le dijo

-Sí. Sabes que soy un tío sensible, cariño.

-Ya lo sé… por eso te quiero.

-Te echo de menos Dalia. Vuelve conmigo... Por favor. 

-Sabes que no puedo. Tienes que dejar de hacerte daño. Rehacer tu vida, buscar a otra persona que…

-¡No puedo!-gritó Adán –tu… tu llenabas mi vida. Tu sonrisa, tu forma de ser, tu alegría. Te veo corriendo para coger el autobús mientras yo te hacía señas desde lejos; guareciéndote de la lluvia mientras te burlabas de mi aspecto mojado; embelesada por los libros en la tienda de enfrente; interrumpiendo las clases, haciendo que todos te miraran… Dalia… no me dejes por favor… quiero estar contigo una vez más… sólo una vez más… déjame intentarlo…sin ti estoy… muerto… te quiero…

-Adán, yo... siempre te he querido. Desde la primera vez que coincidimos en el autobús. Tu mirada… me enamoró. Tú me complementabas. Eras esa parte que siempre sentí que me faltaba. Pero… 

El sonido de la puerta al abrirse de golpe sorprendió a Adán. Uno de los bedeles se asomó por ella y miró a su alrededor, como buscando algo. 

-¿Estás bien chico? He oído un grito cuando limpiaba. ¿Estás sólo? –Volvió a mirar recorriendo todo el salón de clases -¿Con quién demonios hablabas?

Adán no le miró. Ni respondió. El silencio recorrió la estancia.

-Bah. Los jóvenes de hoy en día… estáis todos locos… -dijo malhumorado el bedel, mientras cerraba tras de sí la puerta y se marchaba, farfullando sobre lo mucho que habían cambiado los tiempos.

-¿Lo ves? Te van a tomar por loco- continuó Dalia.

-Me da igual. ¿A quién le importa? Sólo quiero estar contigo. 

-Pero no puedes. Déjame ir. 

-Si lo hago no te volveré a ver. 

-Me recordarás... un tiempo. Luego volverás a ser feliz.  

-Nunca. 

-Lo harás-dijo, y con una sonrisa se acercó a él –cierra los ojos- pidió – y le besó en los labios con delicadeza.  

Adán permaneció con los ojos cerrados. Sabía que cuando los abriera descubriría que ella se había marchado. Quizá, esta vez para siempre.

jueves, 3 de febrero de 2011

A tiempo


¡Corre!. ¡Sal de aquí! ¡No hay tiempo!

La única ventana de la habitación está atrancada. No hay más opción. Coges la silla del escritorio donde tantas veces te habías desvelado trabajado en los códices, y la lanzas con furia hacia el cristal.

Miles de diamantinos trozos de cristal vuelan a tu alrededor. Te rasgan la piel. Tu sangre tiene un sabor amargo. Quizá sea por la situación, piensas inconscientemente.

Escuchas ruidos que provienen del otro lado de la puerta. Ya está aquí. Contienes un segundo el aliento y tu cerebro pone en movimiento todos los músculos de tu cuerpo. Con todas tus fuerzas te diriges hacia la destrozada ventana. 

La puerta se abre, violenta. 

Él entra y se dirige vertiginosamente hacia ti. Pero tú ya estás en el marco de la ventana, a un instante de saltar. Te gustaría rezar tus últimas oraciones. Pero no tienes tiempo.
Saltas. 

Al vacio.

Vuestras miradas se cruzan mientras te dejas llevar por la ingrávida sensación de caída. Él sonríe, sintiéndose vencedor.  

El corazón te late con tanta fuerza que parece desear salirse de tu pecho. Le comprendes. Tú también querrías estar fuera de tu cuerpo en ese momento.

Te rindes. La velocidad de la caída y el viento juegan con tu cuerpo como si fuera un muñeco de trapo en manos de un resentido niño. 

Cierras los ojos y miles de imágenes de tu vida pasan por tu cabeza. Como si estuvieras viendo una película.  

En un instante, el violento viaje hacia el final se detiene de manera abrupta. Aun estás consciente. Vivo. Abres los ojos sorprendido y dejas escapar una exclamación. 

¡Qué…!

Los musculosos brazos que te sostienen pertenecen a una figura masculina de belleza descomunal. Su cabello rubio cae sobre unos desnudos y esculturales hombros. 

El viento que desprenden las asombrosas alas que sobresalen a su espalda, te alborota el cabello.

-¿Llego a tiempo?- le escuchas decir antes de perder el conocimiento. 

miércoles, 2 de febrero de 2011

Para que luego digan...

Para que luego digan… que no existen los héroes. 
 
Existen. Créeme. Yo los veo a diario. 

Personas que luchan y pelean sin espadas o ballestas. Que no tienen un escudo que les proteja de los golpes y el dolor. Que no se cubren de gloria cuando ganan una batalla. Que lloran, sufren y tienen miedo. Terror.

Personas que caen a cada paso que dan. Y se levantan sin ayuda. Que se enfrentan a los poderosos, y por ello son tratados con desprecio. Que pierden los estribos, los nervios, la paciencia y a veces, la fe.

Pero ahí siguen, de pie, frente al mundo. Con sus historias diarias y sus pensamientos prohibidos. En ocasiones veo que su dolor se convierte en ira, y esa ira les devora por dentro. Y lloran delante de mí. 

Esas personas tienen una luz especial. Una luz que brilla a su alrededor y les envuelve. Esa luz es su mayor fuerza. Su mayor escudo. Su mayor poder.

El amor.

Porque esos guerreros, luchan por amor. Y no es un amor utópico, fantástico o de novela. Es un amor real. El amor que sentimos en lo más profundo de nuestras entrañas. El que duele tanto que te hace perder la razón. El que hace que pienses que la vida tiene sentido, a pesar de todo. 

De vez en cuando tengo que recordárselo. Porque su batalla diaria les hace olvidar. 

Sonríen, cansados. Y vuelven a luchar. Una vez más, sin espadas, sin escudos. Sin esperar un final feliz. 

Para que luego digan… que no existen los héroes.

Existen. Créeme. Yo los veo a diario.