domingo, 23 de enero de 2011

CAPITULO V. EL LICOR PROHIBIDO.


¿Una agradable charla? Realmente ya había perdido la cuenta de las veces que esa noche había quedado sin aliento. Al número total, debería sumarle esta última.

-¡Oh! Debo haber olvidado mis modales- dijo de repente aquel hombre, cambiando por completo su expresión –ni si quiera me he presentado. Mi nombre es Dermott Cordell, aunque seguramente me conocerás como “el Conde”. De nuevo te agradezco que estés hoy aquí, Erick.  Es muy importante para nosotros.

-Muchas gracias Señor, pero, soy yo el que debe estar profundamente agradecido… -contesté aun nervioso- nunca imaginé que el humilde dueño de la librería de Zor podría ser invitado a un evento como este. 

El Conde sonrió. Pero no era una sonrisa cálida. Había algo en ese hombre que me helaba el corazón. Y no era simplemente su poderosa y apabullante presencia. Había algo oscuro en el. Algo que me hacía desear salir corriendo de la mansión, de la villa, y casi del país.

- Me gustaría hablar contigo en privado, amigo mío. La noticia de la muerte de tu padre nos dejó a todos conmocionados. Era un gran hombre. Desde que hace años comenzamos a hacer negocios, tu padre siempre ha servido a nuestra casa con diligencia y profesionalidad. Jamás un retraso, jamás una queja… 

¿Negocios? ¿De qué está hablando este hombre? ¿Desde cuándo mi padre tenía negocios con la Casa Cordell? Pensaba, aturdido, mientras trataba de mantener la calma.
Mis tribulaciones internas debieron traicionarme, porque el Conde paró de hablar y me miró con curiosidad.

-¿puede ser que tu padre no te haya hablado de nuestra relación?- inquirió –por tu cara, veo que es la primera vez que escuchas que hemos trabajado juntos…

-Sí, Señor. Mi padre no me había hablado nunca de… su trabajo en la Casa Cordell. 

El Conde se quedó pensativo, aun con esa extraña sonrisa en sus labios. Yo cada vez estaba más nervioso. Descubrir que mi padre y aquel hombre se conocían realmente me había sorprendido. 

Mi padre era un hombre previsor. Solía decir que había llegado su hora de descansar y disfrutar de los años que le quedaban junto a mi madre. Pero no pudo hacerlo. Unos meses antes de morir, me había ido enseñando a manejar el negocio de la librería, todo lo relacionado con los libros y manuscritos que él tanto adoraba. Incluso desde que yo era un niño, me había enseñado varios idiomas, para poder traducir obras que llegaban desde el extranjero. Y lo más importante, me había hablado y explicado detenidamente todas y cada una de las relaciones mercantiles que mantenía nuestra librería. 

Y en ningún momento mencionó la Casa de los Cordell. 

-Quizá- dijo el Conde, sacándome de mis pensamientos- eras demasiado joven para entender nuestra… relación laboral.

-Supongo, Señor- contesté, nada convencido de aquello.

 -Ven conmigo, Erick, deseo hablar contigo más detenidamente.-dijo, mientras me hacía señas para que lo siguiera- Me gustaría continuar con el negocio que tenía con tu padre. Espero que lo encuentres… atractivo.

-Si Señor- dije, mientras comenzaba a caminar tras él. –Espero poder cumplir sus expectativas.

-¡Ah!- exclamó, sin mirarme- lo harás, Erick. Lo harás. 

Aquellas palabras destinadas a tranquilizarme, no hicieron otra cosa que ponerme aún más nervioso. 

Sonaban a amenaza.

Mientras seguía al Conde por aquel pasillo, recordé a Saya. Mi diosa. ¿Dónde estaría? ¿En el gran salón bailando con algún posible príncipe azul? ¿Con el acompañante, que según el Conde, la esperaba ansioso? A lo mejor había elegido a otro idiota como yo para divertirse un rato… ¡no! Que estaba pensando… Mi Diosa… una poderosa sensación de opresión en el pecho me invadió. La reunión con el Conde era muy importante. No solían conseguirse contratos o negocios con la nobleza así como así. Pero… necesitaba volver y encontrar a Saya. Antes de que terminase la fiesta, la encontraría y entonces…     entonces, ¿qué? 

Esa pregunta me hizo ser consciente de la situación. Todo había sido un efímero sueño. Saya pertenecía a un mundo inalcanzable para mí. Y mi mundo… no estaba hecho para los dioses. 

-Hemos llegado, Erick.-dijo de repente el Conde, mientras abría una puerta- adelante.


Antes de cruzar el umbral de la puerta, miré hacia atrás. El pasillo estaba vacío. Una estúpida idea había pasado por mi mente. Saya, venía a buscarme. Sacudí la cabeza para deshacerme de mis pensamientos y me adentre en la desconocida habitación.

El Conde entró tras de mí, y una vez dentro, cerró la puerta. Una enorme chimenea presidía la sala; a ambos lados de la misma, dos elegantes y barrocas butacas se enfrentaban con una mesita de té entre ellas. Tanto la decoración de la estancia como los muebles parecían sacados de una época ya olvidada. Sin embargo, la sensación de que ese estilo concordaba con el joven Conde que tenía delante, me hizo sentir escalofríos.

El Conde hizo un ademán para que me sentara en una de las butacas, mientras él se dirigía a uno de los muebles de la estancia. Una vez allí, cogió un par de estilizadas copas y una elegante botella de cristal que mostraba su rojizo contenido. ¿Vino? En la época en la que me había tocado vivir, encontrar aquella exótica bebida que nuestros antepasados habían idolatrado era un lujo. Un peligroso lujo, si se tenía en cuenta que tan sólo se podía conseguir de contrabando.

Se acercó a mí y, sirviéndome en una de las copas el extraño licor, me la ofreció, acompañándola por supuesto de su condenada sonrisa. No podía rechazarla, a si que la acepté, agradeciendo la amabilidad de mi anfitrión. Pero por el momento, no me atreví a probarla.

Él se sirvió en su copa, y se sentó despreocupadamente. Bebió un largo sorbo, mientras me miraba con firmeza. ¿Estaba esperando que yo bebiese?

-¿No habías probado el vino, Erick?- dijo, respondiendo a mis vacilaciones internas. Ante mi silencio, continuó. –Es lógico. El vino es difícil de conseguir… pero un hombre como yo tiene que tener amigos en todo el mundo- hizo una pausa- y de todo tipo. Incluso en el infierno.

-¿infierno…? –cuando me di cuenta de que había pronunciado mis dudas en voz alta, ya era demasiado tarde.

Al oírme, el Conde comenzó a reír escandalosamente. Ese hombre me producía dolor de estómago. ¿Cómo habría podido aguantar mi padre?
 
-Efectivamente, hijo, en el infierno. Pero no te preocupes, casi todos los hombres tienen su propio infierno personal.-dijo, conteniendo a duras penas la risa.

-Sí, Señor. – dije. En realidad no sabía qué contestar. Me sentía tan estúpido ante aquel poderoso hombre, que no encontraba las palabras adecuadas. 

Dio otro largo sorbo al ansiado líquido y dejó la copa encima de la mesita. Parecía más calmado. Se recostó en su butaca y durante unos instantes, se dedicó a mirarme con aquella extraña y desconcertante sonrisa dibujada en su rostro.

Parecieron horas hasta que por fin rompió el silencio.

-Erick, conozco a los Theodor desde hace mucho tiempo. Tu padre no fue un simple librero. Como tampoco lo fue tu abuelo. Ni tu bisabuelo. Y, créeme- dijo, curvando aun más los límites de su sonrisa –tu tampoco lo serás.

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